La incorporación de la mujer al trabajo fuera del hogar revolucionó nuestra manera de entender
lo masculino y femenino. A lo largo de la historia ambos géneros se han visto
definidos como opuestos y complementarios, estando siempre el hombre en un lugar
de superioridad. La subordinación que hemos padecido las mujeres nos ha
perjudicado a todos, ha deteriorado nuestras sociedades y ha boicoteado nuestra
capacidad de amar. El ser humano necesita encontrar la manera de salir de sus
prejuicios y realizarse teniendo en cuenta su potencial individual y su
responsabilidad comunitaria; porque independientemente de nuestro sexo, clase
social, nacionalidad, raza o religión, lo que nos hace felices es lo mismo:
disfrutar de la libertad que proporciona pertenecer a una sociedad en la que
todos cabemos y contamos.
Cada persona entiende la masculinidad y la feminidad de una forma peculiar, el entorno nos marca pero nosotros también participamos en esta creación de identidades con nuestros propios deseos y fantasías. Hay “masculinidades” y “feminidades”, los significados culturales e individuales se entrelazan constantemente, es por lo tanto necesario un punto de vista sociológico y psicológico para desentrañar sus complejidades. La sociedad manda y el individuo obedece, esto nos obliga a enfrentar tanto los mandatos sociales como los intereses individuales para excusarse en ellos y no actuar de una forma más libre y responsable. Porque muchas personas utilizan la “normalidad” y la “educación” como parapeto, para no desarrollar un pensamiento crítico e independiente, prefiriendo pasar desapercibidos, aprovecharse de sus circunstancias, evitar el conflicto…
El género no se construye de una vez y para siempre, no solo
porque nuestras sociedades evolucionan, sino porque nosotros como individuos
vamos adoptando actitudes diferentes a lo largo de nuestra vida con respecto al
hecho de ser hombre o mujer. El género se forma y se reforma, por casualidad o
por necesidad no somos siempre los mismos. Pero hay algo que nunca cambia, no
disfrutamos de una sociedad igualitaria y, hayamos salido mejor o peor parados
en este reparto injusto, es una zozobra que está en el fondo de nuestros
corazones. Las sociedades más desiguales son las más infelices, las identidades
sociales que antes mencionábamos regulan el acceso al poder y los recursos de
una manera despiadada. Por eso seamos conscientes de ello o no hay un fondo de
angustia y preocupación en nuestras vidas: ¿qué será de los desfavorecidos?,
¿podré no convertirme en uno de ellos?
El poder ha sido siempre de los hombres, y en concreto de
los hombres blancos, occidentales, heterosexuales y adinerados. Es una verdad
sangrante para casi todos nosotros. Esto se ha justificado de muchas maneras,
la última es la “religión neoliberal” en la que el bien del rico pretende
hacerse pasar por el bien común, y se equipara engañosamente el crecimiento
económico con la prosperidad social. Pero siempre ha habido grandes teorías
para justificar la desigualdad, históricamente bien por Dios bien por la
naturaleza, cada uno ha ocupado el sitio que supuestamente le correspondía.

Cuando una manda y lo que manda surge de la certeza de que
es lo mejor para todos, no debería avergonzarse de ello. Si somos las capitanas
de nuestros hogares deberíamos organizarlos abiertamente nosotras mismas para
que el trabajo resulte equitativo, no deberíamos esperar a que surgiera esa
iniciativa de nadie más. Si entendemos que nuestra sociedad no protege al
débil, que es el niño, el anciano, el pobre, el extranjero, el enfermo…,
deberíamos no solo protestar sino atacar con toda nuestra furia a las
autoridades que vilmente lo permiten. La agresividad femenina también ha estado
históricamente muy mal considerada, nadie quiere ser “loca”, “histérica”,
“bruja”…, parece más adecuado esperar pacientemente a que alguien te salve,
parece más adecuado suspirar.
Las fortalezas femeninas siempre han sido las mismas:
comprensión global, intuición, empatía, y sobre todo, el cuidado de todo
aquello que es vital. Damos la vida y la sostenemos a lo largo de toda nuestra
vida: ¿qué has comido?, ¡abrígate!, ¿has llamado al médico?, ¿esa persona te
quiere?, ¿qué te pasa?... Las debilidades han sido y siguen siendo dos: la
idealización del amor y de los hombres. Hemos supuesto que bastaba con ser
querida, que enamorarse y tener hijos daba sentido a nuestras vidas, y que nuestro
orgullo podía basarse en nuestra bondad y belleza. Hemos supuesto que ellos
eran más fuertes y más valientes, que sabían más y que nos iban a proteger a
nosotras y a nuestros hijos de todos los males. Hemos delegado en ellos y los
hemos imitado, hemos querido ser como ellos, pero debemos preguntarnos qué
significa ser “femenina” y cuál es nuestro verdadero orgullo cuando lo estamos
siendo. Tenemos que aprender a salir y les tenemos que enseñar a gobernar, si
algo tienen en común los “tiburones” que saquean nuestras vidas es que son
todos muy masculinos, incluso ellas.